domingo, 2 de abril de 2017

- Fatima y el mundo en 1917

 Así como en el caso de los mensajes relativos al Sagrado Corazón recibidos por Santa Margarita María Alacoque, tienen por objeto el bien de la Iglesia y de toda la sociedad, así también el Inmaculado Corazón de María, en el caso de las de Fátima. son revelaciones para toda la humanidad. Poseen las características de una gran orientación espiritual en la que el Señor se ofrece a dirigir la conducta de los hombres en unos momentos claves de la historia.
  Un elemento importante se deriva de que algunas revelaciones, como la de Fátima, no están destinadas al bien exclusivo de unas personas particulares sino a toda la sociedad, dadas en un periodo determinado de la historia, nos ayudan a interpretar los tiempos históricos en que vivimos, pero a su vez el tiempo en que vivimos nos ayuda a entender más a fondo la importancia de las revelaciones. Hay una reciprocidad. Si es cierto que las palabras de Dios arrojan luz sobre las épocas oscuras de la historia, también es verdad lo inverso: el rumbo de los acontecimientos nos ayuda a entender el sentido, a veces oscuro, de las profecías y revelaciones. En el centenario de las apariciones de Fátima se hace necesario leer las palabras de Nuestra Señora a la luz de lo sucedido a lo largo del siglo pasado, que fue un siglo de devastación, para que la luz de ese mensaje ilumine sin falta y con más claridad los tiempos que actualmente vivimos.
Algunos principios que cabe recordar
Lo primero que hay que destacar es que hablamos de hechos históricos. Las apariciones de Nuestra Señora en Fátima, entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917, son un hecho histórico objetivo, no una experiencia religiosa subjetiva en la que Nuestra Señora se aparece a los tres pastorcitos.
  A los historiadores imbuidos de racionalismo, entre los que se cuentan numerosos católicos, les gustaría despojar esa historia de todo carácter sobrenatural –milagros, revelaciones y mensajes del cielo–, relegándolos al ámbito privado de la fe. Ahora bien, esos milagros, apariciones y mensajes, si son auténticos son parte de la historia, del mismo modo que lo son la guerra, la paz y todo lo que consta en los anales de la historia.
  Las apariciones de Fátima fueron sucesos que tuvieron lugar en un sitio concreto y en un momento determinado de la historia. Sucesos verificados por millares de testigos y por una investigación canónica que concluyó en 1930. Seis pontífices del siglo XX reconocieron públicamente las apariciones de Fátima, aunque ninguno de ellos cumpliera plenamente lo que había pedido Nuestra Señora. Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI visitaron el santuario siendo papas, mientras que Juan XXIII y Juan Pablo I lo hicieron siendo respectivamente los cardenales Roncalli y Luciani. Pío XII, por su parte, envió a su delegado el cardenal Aloisi Masella. Todos ellos honraron Fátima.
  Ahora bien, el mensaje de Fátima supone un hecho histórico por otro motivo. No es una revelación privada exclusivamente para el bien espiritual de quienes la recibieron –los tres pastorcitos– sino para toda la humanidad.
La Revolución Rusa de 1917
El trasfondo histórico en que tuvieron lugar las apariciones de Fátima fue un terrible conflicto conocido históricamente como la Gran Guerra: la primera contienda mundial, que entre 1914 y 1918 se cobró más de nueve millones de víctimas nada más en Europa. Un holocausto de sangre al que en aquel mismo año de 1917 calificó el papa Benedicto XV de matanza inútil. La masacre sólo fue de utilidad para la Revolución anticristiana que vio en la guerra una oportunidad de republicanizar Europa y llevar a término los objetivos de la Revolución Francesa.
La Revolución rusa iniciada por Lenin se llevó a cabo en dos fases: la primera fue la llamada Revolución de Febrero, que condujo a la abdicación del Zar y la instauración de una república liberal democrática dirigida por Alexander Kerensky (1881-1970).
La segunda etapa fue la Revolución de Octubre, que desencadenó la caída de Kerensky y la instauración del régimen comunista de Lenin y Trotsky. Entonces se desató una época de matanzas sin precedentes históricos.
La Revolución Rusa, como la Francesa, fue obra de una minoría, y se realizó con una celeridad sorprendente, sin que nadie se diera apenas cuenta de lo que sucedía.
La Revolución Rusa no fue sólo un acontecimiento histórico, sino filosófico. En sus tesis sobre Feuerbach (1845), Marx sostiene que “la misión del filósofo no consiste en interpretar el mundo, sino en transformarlo”. El revolucionario tiene que demostrar mediante la praxis la fuerza y la eficacia de su pensamiento. Al hacerse con el poder, Lenin realizó un acto filosófico, porque no se limitó a teorizar, sino que llevó a efecto la Revolución. En cierto modo, gracias a Lenin el socialismo de Marx y Engels se encarnó en la historia. La Revolución Rusa se muestra entonces como una parodia diabólica del misterio de la Encarnación. Al encarnarse, Jesús quiso abrir a los hombres las puertas del Cielo; la revolución marxista, en cambio, cerró las puertas del Cielo con miras a convertir la Tierra en un paraíso imposible. Fue una erupción de lo demoniaco en la historia.
  Sin embargo, el Cielo respondió con una erupción de lo sagrado en la Tierra. Al otro extremo de Europa, durante esos mismos meses, estaba sucediendo otra cosa: El 13 de mayo de 1917, en Cova de Iría –lugar aislado entre pedregales y olivares, cerca de la aldea portuguesa de Fátima, Portugal «una Señora vestida de blanco, más radiante que el sol, derramando rayos de luz, más claros y nítidos que un vaso de vidrio lleno del agua más resplandeciente penetrado por los rayos del sol» se apareció a tres niños que guardaban ovejas: Francisco, Jacinta Marto y su primita Lucía dos Santos. Aquella Señora manifestó ser la Madre de Dios, que venía a confiarles un mensaje para la humanidad, como había hecho en París, en la calle Du Bac en 1838 y en Lourdes en 1858. Nuestra Señor los citó sucesivamente los días 13 de los meses siguientes hasta octubre. La última aparición terminó con un gran milagro atmosférico, una señal prodigiosa del Cielo: La Danza del sol, presenciada por millares de personas que pudieron describirla con lujo de detalles, y que fue visible en un radio de 40 kilómetros a la redonda.
  A partir de ese momento, la historia de Fátima y de Rusia están entrelazadas. La historia del siglo XX, hasta nuestros días, ha conocido el combate entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas.
  «Rusia propagará sus errores por el mundo» dijo la Virgen en Fátima. La palabra errores es precisa: el error consiste en la negación de la verdad. Luego la verdad existe y es una sola: la que mantiene y difunde la Iglesia Católica. Los errores rusos son los de una ideología que se opone al orden natural y cristiano porque niega a Dios, la religión, la familia y la propiedad privada. Este complejo de errores tiene un nombre: comunismo, el cual tiene en Rusia su centro de difusión universal.
  Con demasiada frecuencia se identificado al comunismo con un régimen meramente político, olvidando su dimensión ideológica, cuando es precisamente su dimensión doctrinal la que pone de relieve Nuestra Señora.
  Durante el siglo XX, la oposición al comunismo se ha limitado a identificar únicamente el comunismo de los tanques soviéticos y del Gulag, que sin duda son una expresión del comunismo, pero no constituyen su núcleo. Pío XI destacó la naturaleza ideológicamente perversa del comunismo.
  Lo cierto es que en el siglo XX no hubo crímenes comparables con los del comunismo tanto por el tiempo que duraron, como por los territorios abarcados, como por el grado de odio generado. Pero esos crímenes son consecuencia de errores. Cuando se desplomó la Unión Soviética, puede decirse que esos errores salieron del envoltorio que los contenía y se propagaron como un miasma ideológico por todo Occidente en forma de relativismo cultural y moral.
  El relativismo que actualmente se profesa y vive en Occidente tiene sus raíces en las teorías del materialismo y del evolucionismo marxista; dicho de otro modo: en la negación de toda realidad espiritual y todo elemento fijo y permanente en el hombre y la sociedad.
  Antonio Gramsci es el teórico responsable de esta revolución cultural que transforma la dictadura del proletariado en dictadura del relativismo. Para Gramsci, la labor del comunismo consiste en conducir a un secularismo integral que la Ilustración había reservado a una élite reducida. A nivel social, ese secularismo ateo es accionado, según el comunista italiano, por medio de «una total secularización de la vida y las costumbres». Es decir, mediante una secularización total de la vida social que haga posible que la praxis comunista extirpe totalmente las raíces sociales de la religión. La nueva Europa sin raíces que ha eliminado toda referencia a la Cristiandad en su tratado fundacional ha realizado completamente el plan gramsciano de secularización de la sociedad.

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