Así como en
el caso de los mensajes relativos al Sagrado Corazón recibidos por Santa
Margarita María Alacoque, tienen por objeto el bien de la Iglesia y de toda la
sociedad, así también el Inmaculado Corazón de María, en el caso de las de
Fátima. son revelaciones para toda la humanidad. Poseen las
características de una gran orientación espiritual en la que el Señor se ofrece
a dirigir la conducta de los hombres en unos momentos claves de la
historia.
Un elemento
importante se deriva de que algunas revelaciones, como la de Fátima,
no están destinadas al bien exclusivo de unas personas particulares sino a toda
la sociedad, dadas en un periodo determinado de la historia, nos ayudan a interpretar
los tiempos históricos en que vivimos, pero a su vez el tiempo en que vivimos
nos ayuda a entender más a fondo la importancia de las revelaciones. Hay una
reciprocidad. Si es cierto que las palabras de Dios arrojan luz sobre las
épocas oscuras de la historia, también es verdad lo inverso: el rumbo de los
acontecimientos nos ayuda a entender el sentido, a veces oscuro, de las
profecías y revelaciones. En el centenario de las apariciones de Fátima se hace
necesario leer las palabras de Nuestra Señora a la luz de lo sucedido a lo
largo del siglo pasado, que fue un siglo de devastación,
para que la luz de ese mensaje ilumine sin falta y con más claridad los tiempos
que actualmente vivimos.
Algunos principios que cabe recordar
Lo primero
que hay que destacar es que hablamos de hechos históricos. Las apariciones de
Nuestra Señora en Fátima, entre el 13 de mayo y el 13 de octubre de 1917, son
un hecho histórico objetivo, no una experiencia religiosa subjetiva en la que
Nuestra Señora se aparece a los tres pastorcitos.
A los historiadores
imbuidos de racionalismo, entre los que se cuentan numerosos católicos, les
gustaría despojar esa historia de todo carácter sobrenatural –milagros,
revelaciones y mensajes del cielo–, relegándolos al ámbito privado de la fe.
Ahora bien, esos milagros, apariciones y mensajes, si son auténticos son parte
de la historia, del mismo modo que lo son la guerra, la paz y todo lo que
consta en los anales de la historia.
Las
apariciones de Fátima fueron sucesos que tuvieron lugar en un sitio concreto y
en un momento determinado de la historia. Sucesos verificados por millares de
testigos y por una investigación canónica que concluyó en 1930. Seis pontífices
del siglo XX reconocieron públicamente las apariciones de Fátima, aunque
ninguno de ellos cumpliera plenamente lo que había pedido Nuestra Señora. Pablo
VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI visitaron el santuario siendo papas, mientras
que Juan XXIII y Juan Pablo I lo hicieron siendo respectivamente los cardenales
Roncalli y Luciani. Pío XII, por su parte, envió a su delegado el cardenal
Aloisi Masella. Todos ellos honraron Fátima.
Ahora bien,
el mensaje de Fátima supone un hecho histórico por otro motivo. No es una
revelación privada exclusivamente para el bien espiritual de quienes la
recibieron –los tres pastorcitos– sino para toda la humanidad.
La Revolución Rusa de 1917
El trasfondo
histórico en que tuvieron lugar las apariciones de Fátima fue un terrible
conflicto conocido históricamente como la Gran Guerra: la primera contienda
mundial, que entre 1914 y 1918 se cobró más de nueve millones de víctimas nada
más en Europa. Un holocausto de sangre al que en aquel mismo año de 1917
calificó el papa Benedicto XV de matanza inútil. La masacre sólo fue de
utilidad para la Revolución anticristiana que vio en la guerra una oportunidad
de republicanizar Europa y llevar a término los objetivos de la
Revolución Francesa.
La Revolución rusa
iniciada por Lenin se llevó a cabo en dos fases: la primera fue la llamada
Revolución de Febrero, que condujo a la abdicación del Zar y la instauración de
una república liberal democrática dirigida por Alexander Kerensky (1881-1970).
La segunda etapa fue la
Revolución de Octubre, que desencadenó la caída de Kerensky y la instauración
del régimen comunista de Lenin y Trotsky. Entonces se desató una época de
matanzas sin precedentes históricos.
La Revolución Rusa, como
la Francesa, fue obra de una minoría, y se realizó con una celeridad
sorprendente, sin que nadie se diera apenas cuenta de lo que sucedía.
La Revolución Rusa no
fue sólo un acontecimiento histórico, sino filosófico. En sus tesis sobre
Feuerbach (1845), Marx sostiene que “la misión del filósofo no consiste en
interpretar el mundo, sino en transformarlo”. El revolucionario tiene que
demostrar mediante la praxis la fuerza y la eficacia de su pensamiento. Al
hacerse con el poder, Lenin realizó un acto filosófico, porque no se limitó a
teorizar, sino que llevó a efecto la Revolución. En cierto modo, gracias a
Lenin el socialismo de Marx y Engels se encarnó en la historia. La Revolución
Rusa se muestra entonces como una parodia diabólica del misterio de la
Encarnación. Al encarnarse, Jesús quiso abrir a los hombres las puertas del
Cielo; la revolución marxista, en cambio, cerró las puertas del Cielo con miras
a convertir la Tierra en un paraíso imposible. Fue una erupción de lo demoniaco
en la historia.
Sin embargo, el Cielo
respondió con una erupción de lo sagrado en la Tierra. Al otro extremo de
Europa, durante esos mismos meses, estaba sucediendo otra cosa: El 13 de mayo
de 1917, en Cova de Iría –lugar aislado entre pedregales y olivares, cerca de
la aldea portuguesa de Fátima, Portugal «una Señora vestida de blanco, más
radiante que el sol, derramando rayos de luz, más claros y nítidos que un vaso
de vidrio lleno del agua más resplandeciente penetrado por los rayos del sol»
se apareció a tres niños que guardaban ovejas: Francisco, Jacinta Marto y su
primita Lucía dos Santos. Aquella Señora manifestó ser la Madre de Dios, que
venía a confiarles un mensaje para la humanidad, como había hecho en París, en
la calle Du Bac en 1838 y en Lourdes en 1858. Nuestra Señor los citó
sucesivamente los días 13 de los meses siguientes hasta octubre. La última aparición
terminó con un gran milagro atmosférico, una señal prodigiosa del Cielo: La
Danza del sol, presenciada por millares de personas que pudieron describirla
con lujo de detalles, y que fue visible en un radio de 40 kilómetros a la
redonda.
A partir de ese momento,
la historia de Fátima y de Rusia están entrelazadas. La historia del siglo XX,
hasta nuestros días, ha conocido el combate entre los hijos de la luz y los
hijos de las tinieblas.
«Rusia
propagará sus errores por el mundo» dijo la Virgen en Fátima. La palabra
errores es precisa: el error consiste en la negación de la verdad. Luego la
verdad existe y es una sola: la que mantiene y difunde la Iglesia Católica. Los
errores rusos son los de una ideología que se opone al orden natural y
cristiano porque niega a Dios, la religión, la familia y la propiedad privada.
Este complejo de errores tiene un nombre: comunismo, el cual tiene en Rusia su
centro de difusión universal.
Con
demasiada frecuencia se identificado al comunismo con un régimen meramente
político, olvidando su dimensión ideológica, cuando es precisamente su
dimensión doctrinal la que pone de relieve Nuestra Señora.
Durante el
siglo XX, la oposición al comunismo se ha limitado a identificar únicamente el
comunismo de los tanques soviéticos y del Gulag, que sin duda son una expresión
del comunismo, pero no constituyen su núcleo. Pío XI destacó la naturaleza
ideológicamente perversa del comunismo.
Lo cierto es
que en el siglo XX no hubo crímenes comparables con los del comunismo tanto por
el tiempo que duraron, como por los territorios abarcados, como por el grado de
odio generado. Pero esos crímenes son consecuencia de errores. Cuando se
desplomó la Unión Soviética, puede decirse que esos errores salieron del
envoltorio que los contenía y se propagaron como un miasma ideológico por todo
Occidente en forma de relativismo cultural y moral.
El
relativismo que actualmente se profesa y vive en Occidente tiene sus raíces en
las teorías del materialismo y del evolucionismo marxista; dicho de otro modo:
en la negación de toda realidad espiritual y todo elemento fijo y permanente en
el hombre y la sociedad.
Antonio
Gramsci es el teórico responsable de esta revolución cultural que transforma la
dictadura del proletariado en dictadura del relativismo. Para Gramsci, la labor
del comunismo consiste en conducir a un secularismo integral que la Ilustración
había reservado a una élite reducida. A nivel social, ese secularismo ateo es
accionado, según el comunista italiano, por medio de «una total secularización
de la vida y las costumbres». Es decir, mediante una secularización total de la
vida social que haga posible que la praxis comunista extirpe totalmente las
raíces sociales de la religión. La nueva Europa sin raíces que ha eliminado
toda referencia a la Cristiandad en su tratado fundacional ha realizado
completamente el plan gramsciano de secularización de la sociedad.
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