¿Para qué
“sirven” las apariciones? […] Fátima es una de las respuestas mayores para un
mundo que, cada vez más, se olvidaba, y aún hoy lo sigue haciendo, del
significado verdadero de la vida en la tierra y su continuación en la eternidad.
Fátima es un mensaje “duro” que, en el lenguaje de hoy, diríamos
“políticamente incorrecto”, precisamente por esto es
evangélico, en su revelación de la verdad y en su rechazo a las hipocresías,
los eufemismos, las eliminaciones. Pero como sucede siempre en
todo lo que es verdaderamente católico, donde todos los opuestos conviven en
una síntesis vital, la “dureza” convive con la ternura, la justicia con la
misericordia, la amenaza con la esperanza. Así, la advertencia que nos ha
llegado de Portugal es, a la vez, inquietante y
consoladora.
En Fátima, confirmando la centralidad en el
mensaje del peligro de perderse, se incluye el hecho de que la Virgen enseña a
los videntes una oración que se debe repetir
en el rosario después de cada decena de Ave María. Oración que ha tenido una
extraordinaria acogida en el mundo católico, hasta el punto que se recita allí
donde se rece el Rosario. Dice: “Oh Jesús
mío, perdónanos, líbranos del fuego del infierno; lleva a todas las almas al
cielo, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia”. Palabras
todas ellas centradas, como se puede ver, en los Novísimos y dictadas a los niños por la propia Virgen. Lo que el
cristiano debe implorar, sobre todo, es la salvación del “fuego del infierno”,
además de pedir a la misericordia divina una especie de reducción del castigo
de quien sufre en el purgatorio. La Virgen dijo “con tristeza”, como anota sor
Lucía: “Rezad, rezad mucho y hace sacrificios por los pecadores. Muchas almas van, de hecho, al infierno porque no hay nadie que rece y se
sacrifique por ellas“.
Bajo su
manto
Pero volvamos a las últimas líneas del relato de la testigo Lucía, después de la visión de la terrible suerte de los pecadores impenitentes: “Inmediatamente levantamos los ojos hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: ‘Visteis el infierno a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si se hace lo que os voy a decir, se salvarán muchas almas”.
Pero volvamos a las últimas líneas del relato de la testigo Lucía, después de la visión de la terrible suerte de los pecadores impenitentes: “Inmediatamente levantamos los ojos hacia Nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza: ‘Visteis el infierno a donde van las almas de los pobres pecadores; para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si se hace lo que os voy a decir, se salvarán muchas almas”.
He aquí,
por lo tanto, el consolador toque del todo cristiano; es más, católico […]. La
verdad impone recordar que los hombres que se olvidan de la seriedad del Evangelio corren un grave
riesgo. Pero la misericordia del Cielo está lista para proponer
inmediatamente una solución: refugiarse bajo el manto de ella, de María,
confiando en su Corazón Inmaculado, abierto a todo el que pida su maternal
intercesión. […]
El peso
creciente del pecado es grave, pero se indican las soluciones y, sobre todo, la Virgen guarda un final feliz, con las palabras
justamente famosas y justamente fuente de esperanza para todos los creyentes.
En efecto, después de haber profetizado las tribulaciones futuras, María
anuncia, en nombre del Hijo: “Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”. Por
consiguiente, la salvación personal es posible -y está sostenida por el propio
Cielo- aunque se propague la iniquidad. Pero podemos tener esperanza en la conversión del mundo, que tendrá lugar en un futuro
impreciso que sólo Dios conoce, confiando en el corazón de la Madre de Cristo,
poderosa defensora de la causa de la humanidad.
Vittorio
Messori, en el Prólogo al libro:
“Investigación sobre Fátima. Un
misterio de cien años”, editado
por Mondadori, 2017
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