"La
Madre del perdón enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no
conoce límites. No lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de
este mundo con sus distinciones. El perdón de la Iglesia debe tener la misma
amplitud que el de Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay
alternativa”.
“Salve, Madre de misericordia”… de un
antiguo himno, es una oración que brota espontáneamente del corazón
de los creyentes: «Dios te salve, Madre de misericordia, Madre de Dios y Madre
del perdón, Madre de la esperanza y Madre de la gracia, Madre llena de santa
alegría». En estas pocas palabras se sintetiza la fe de generaciones de
personas que, con sus ojos fijos en el icono de la Virgen, piden su intercesión
y su consuelo.
Hoy más
que nunca resulta muy apropiado que invoquemos a la Virgen María, sobre todo
como Madre de la Misericordia. La Puerta Santa que hemos abierto
es de hecho una puerta de la Misericordia. Quien atraviesa ese umbral está
llamado a sumergirse en el amor misericordioso del Padre, con plena confianza y
sin miedo alguno; y puede recomenzar desde esta Basílica con la certeza –¡con
la certeza!– de que tendrá a su lado la compañía de María. Ella es Madre de la
misericordia, porque ha engendrado en su seno el Rostro mismo de la
misericordia divina, Jesús, el Emmanuel, el Esperado de todos los pueblos, el
«Príncipe de la Paz» (Is9,5). El Hijo de Dios, que se hizo carne para
nuestra salvación, nos ha dado a su Madre, que se hace peregrina con nosotros
para no dejarnos nunca solos en el camino de nuestra vida, sobre todo en los
momentos de incertidumbre y de dolor.
María es Madre de Dios, es Madre de Dios que perdona, que
ofrece el perdón, y por eso podemos decir que es Madre del perdón. Esta palabra –«perdón»–, tan poco comprendida por
la mentalidad mundana, indica sin embargo el fruto propio y original de la fe
cristiana. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor.
Y sólo quien ama de verdad puede llegar a perdonar, olvidando la ofensa
recibida. A los pies de la cruz, María vio cómo su Hijo se ofrecía totalmente a
sí mismo, dando así testimonio de lo que significa amar como lo hace Dios. En
aquel momento escuchó unas palabras pronunciadas por Jesús y que probablemente
nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen» (Lc23,34). En aquel momento, María se
convirtió para todos nosotros en Madre
del perdón. Ella misma, siguiendo el ejemplo de Jesús y con su gracia, fue
capaz de perdonar a los que estaban matando a su Hijo inocente.
Para
nosotros, María es en un icono de cómo la Iglesia debe extender el perdón a
cuantos lo piden. La Madre del perdón
enseña a la Iglesia que el perdón ofrecido en el Gólgota no conoce límites. No
lo puede detener la ley con sus argucias, ni los saberes de este mundo con sus
disquisiciones. El perdón de la Iglesia ha de tener la misma amplitud que el de
Jesús en la Cruz, y el de María a sus pies. No hay alternativa. Por este
motivo, el Espíritu Santo ha hecho que los Apóstoles sean instrumentos eficaces
de perdón, para que todo lo que hemos obtenido por la muerte de Jesús pueda
llegar a todos los hombres, en cualquier momento y lugar (Jn20,19-23).
El himno
mariano, por último, continúa diciendo: «Madre de la esperanza y Madre de la
gracia, Madre llena de santa alegría». La esperanza, la gracia y la santa
alegría son hermanas: son don de Cristo, es más, son otros nombres suyos,
escritos, por así decir, en su carne. El regalo que María nos hace al darnos a
Jesucristo es el del perdón que renueva la vida, que permite cumplir de nuevo
la voluntad de Dios, y que llena de auténtica felicidad. Esta gracia abre el
corazón para mirar el futuro con la alegría de quien espera. Es lo que nos
enseña el Salmo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con
espíritu firme. […]Devuélveme la alegría de tu salvación» (51, 12.14). La
fuerza del perdón es el auténtico antídoto contra la tristeza provocada por el
rencor y la venganza. El perdón nos abre a la alegría y a la serenidad porque
libera el alma de los pensamientos de muerte, mientras el rencor y la venganza
perturban la mente y desgarran el corazón quitándole el reposo y la paz. Qué
malo es el rencor y la venganza.
Atravesemos,
por tanto, la Puerta Santa de la Misericordia con la certeza de que la Virgen
Madre nos acompaña, la Santa Madre de Dios, que intercede por nosotros.
Dejémonos acompañar por ella para redescubrir la belleza del encuentro con su
Hijo Jesús. Abramos nuestro corazón de par en par a la alegría del perdón,
conscientes de la esperanza cierta que se nos restituye, para hacer de nuestra
existencia cotidiana un humilde instrumento del amor de Dios.
Y con
amor de hijos aclamémosla con las mismas palabras pronunciadas por el pueblo de
Éfeso, en tiempos del histórico Concilio: «Santa Madre de Dios». Y os invito a
que, todos juntos, pronunciemos esta aclamación tres veces, fuerte, con todo el
corazón y el amor. Todos juntos: «Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios,
Santa Madre de Dios».
Homilia del Papa Francisco el 1 Enero
2016 en Santa Maria la Mayor de Roma