En la cueva de Belén, la Virgen María, cuando oía gemir a su hijo, el Niño Jesús, ella se cogía a la madera del pesebre. Ciertamente, en el nacimiento de Jesús en Belén, el niño fue puesto en un pesebre y su madre, cuando lo oía llorar, se cogía a la madera y lo acunaba para tranquilizarlo.
Igualmente, muchos años después, en el
Calvario, María también se abrazaba a la cruz cuando oía los gritos agónicos de
su hijo a punto de expirar el aliento y deseaba estar con él en esos momentos
trascendentales. En la gruta de Belén, María engendró a un hijo. El Hijo eterno
del Padre, que existía desde el principio y existirá eternamente, quiso hacerse
uno como nosotros. María, la que le llevó al mundo, no podía ser otra que la
única pura e inmaculada.
De este modo, en Nochebuena, María dio
al mundo a su hijo, el Hijo de Dios. En la cruz, en cambio, cuando Jesús vio
que estaba a punto de expirar y de entregar al Padre su último aliento mortal,
decidió que era el momento apropiado para dar al mundo una madre, María. Aquí
sus palabras, dirigidas al discípulo pero dirigidas también a toda la
humanidad: «Aquí tienes a tu madre».
En Belén, María se cuidaba de un niño
recién nacido pero que estaba marcado ya con los signos de la pasión. Era un
niño fajado, como un muerto; puesto dentro de un pesebre, símbolo del sepulcro
en el que sería depositado después de descender de la cruz. Y al recibir la
visita de los tres magos, Jesús es obsequiado con mirra, producto utilizado por
embalsamar. La cruz estaba plantada ya en el pesebre. En cambio, en el
Calvario, María contemplaba cómo Jesús era coronado con la corona de espinas,
símbolo de aquella gloria que cantaban los ángeles en su nacimiento. Y sobre él
estaba el rótulo que lo proclamaba rey, aquella realeza que le fue otorgada con
el oro de los magos que le dieron en la gruta de Belén.
Entre el misterio de la encarnación, el
nacimiento de Jesús, y el misterio de la Pascua, el de la muerte y
resurrección, hay un camino trazado por el que transita toda la historia de la
salvación. Jesús nació para morir en la cruz y resucitar por nosotros y por
nuestra salvación. Y en un momento y en el otro María, su madre, está presente.
No es sólo un simple testigo silencioso, sino que su misión es ir tejiendo la
humanidad de Jesús para que en ella se manifieste el estallido glorioso de su divinidad.
De este modo, las palabras de Cristo en la cruz, sus últimas palabras,
encuentran su perfecta síntesis en lo que hemos oído en el libro del
Apocalipsis: «Entonces, el que se sentaba
en el trono, afirmó: “Yo haré que todo sea nuevo”»
María es, pues, aquella que no sólo nos
muestra a Cristo, sino que nos muestra quién es Cristo: en su encarnación se
manifestó de forma sublime su humanidad, y en su pasión y resurrección se
manifestó de manera excelsa su divinidad. Cristo es, pues, el auténtico Dios y
el auténtico hombre. Es el único que ha podido superar el abismo que existía
entre Dios y la humanidad. Cristo es aquél que nos ha hecho partícipes de la
vida divina para que a través de nuestra pobre humanidad seamos conducidos
hacia la vida eterna que no tiene fin.
Ya hemos dicho antes que el libro del
Apocalipsis nos hablaba de «el que se
sentaba en el trono»: ¿quién es el que se sienta en el trono sino Jesús? ¿Y
quién es el auténtico trono sino María? María es la Sede de la Sabiduría, en su
regazo se sienta aquel que ya estaba presente en el momento de la creación del
mundo.
Uno de los nombres que ha hecho más
fortuna por llamar a María es el de Trono de la Sabiduría que es Cristo. Este
nombre aparece en el siglo XI, y lo encontramos, por ejemplo, en la letanía que
se reza con el Rosario.
María es el Trono de la Sabiduría en dos
sentidos. Primeramente, porque llevó en su seno al Hijo de Dios, que es la
Sabiduría encarnada; y en segundo lugar, porque libremente acogió la Palabra de
Dios y la conservó amorosamente, esforzándose en comprender sus misterios que,
poco a poco, se manifestaban. Su bienaventuranza, según el mismo Jesús, no
consiste en haber dado a luz al Cristo de la Entronización según la carne, sino
en haber creído y acogido la Palabra de Dios como ninguna otra persona. Por eso
María, Madre de Dios, es llamada Trono de la Sabiduría. Este nombre de María,
que como hemos visto está bien fundamentado en la tradición bíblica y teológica
de la Iglesia, ha dado lugar, además, a un tipo iconográfico, una forma clásica
de representar a María con Jesús niño en su regazo.
La Virgen María también ha ido tejiendo
nuestra humanidad para que pudiéramos llegar a Jesucristo. «Aquí tienes a tu
madre». Aquí tenemos a nuestra madre. Hagámosle sitio en nuestra vida y en nuestro
corazón. Contemplemos a María, la llena de gracia y la que nos muestra el
camino de la santidad. Pongámonos delante de ella, que es Madre de la Iglesia,
y presentémosle nuestras alegrías y nuestras esperanzas, nuestras angustias y
nuestras tristezas. Al igual que cuidó de su hijo en la gruta de Belén y al pie
de la cruz, también cuidará de nosotros en todo momento.
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