Así como María fue la persona más
cercana a Jesús, así también lo es ahora con la Iglesia y los cristianos. Su presencia entre nosotros es un
anuncio de esperanza, porque Ella es la Madre del Salvador que cambió para
siempre la historia de la humanidad. Cuando Dios decidió
iniciar nuestra salvación, eligió de antemano a María para que de Ella naciera
el Mesías prometido. A la elegida, el Señor la hizo «llena de gracia» (Lc1,28). Desde su misma Concepción, María es la primera redimida por su propio
Hijo, nacido de su vientre virginal.
Cada año, el 8 de diciembre,
celebramos el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen. Para los
discípulos de Cristo, María ocupa un lugar destacado, no solo por ser la Madre
del Señor, sino también por su plenitud de gracia, por su pureza y por haber sido
preservada del pecado original y del pecado personal.
La masiva concurrencia de fieles
a los santuarios marianos es una muestra de la atracción ejercida por la
belleza de María, signo de esperanza para nosotros, necesitados de la salvación
de Jesucristo.
María nos muestra el Camino a
seguir -Jesús- y nos repite: «Hagan todo lo que Él les diga» (Jn
2,5). Como una buena Madre, Ella quiere lo mejor para sus hijos. Su
amor maternal se compadece de nuestro corazón dañado por el pecado, dividido
por la íntima contradicción que nos hace decir: «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino
que hago lo que aborrezco» (Rm 7,15). Esta experiencia
nos puede desanimar, pero a la luz de la venida de Cristo se convierte en
ocasión de esperanza. El mal originado en este mundo
por nuestra desobediencia a Dios, instigada por el demonio, comienza a ser
remediado por la obediencia de María, «la humilde esclava del Señor»,
que dice «hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,48.38).
Y quiso Dios que la culminación
de nuestra redención fuese obra de la obediencia por amor de su Hijo, que «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil
2,8). La humildad de María y la de Cristo nos muestran que
alcanzaremos los bienes que esperamos en la medida en que, movidos por el
Espíritu Santo, nos hagamos humildes en la obediencia al Padre.
La Virgen María nos hace ver
nuestra historia y nuestro destino a la luz de Dios. Sin el pecado original, el
hombre habría debido tener la pureza y la belleza de la Inmaculada. En la Inmaculada Concepción de María comienza la posibilidad de poder
recuperar la santidad perdida. Ella nos muestra lo que estamos llamados a
alcanzar en el seguimiento de Cristo y en la obediencia a su Palabra, al final
de nuestro camino en la tierra.
+ Francisco Javier, Obispo de Villarrica
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