El Evangelio nos presenta a la joven de Nazaret,
que recibió el anuncio del Ángel, y parte de prisa para estar cerca de Isabel,
en los últimos meses de su embarazo prodigioso. Viniendo de ella, María recoge
de su boca las palabras que vinieron a formar la oración de “Ave María”,
‘Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu seno’ (Lc 1:42). De
hecho, el regalo más grande que María ofrece a Isabel – y al mundo – es Jesús,
que ya vive en ella; y vive no sólo por la fe y por la espera, al igual que
muchas mujeres del Antiguo Testamento: Jesús tomó de la Virgen la carne humana,
para su misión de salvación.
En la casa de Isabel y su
esposo Zacarías, donde antes reinaba la tristeza por la falta de hijos, ahora
existe la alegría de un bebé en camino: un niño que se convertirá en el gran
Juan Bautista, el precursor del Mesías. Y cuando llega María, la alegría desbordante
brota de los corazones, porque la presencia invisible pero real de Jesús llena
todo de significado: la vida, la familia, la salvación de la gente… Todo!
Esta
alegría completa se expresa con la voz de María en la hermosa oración que el
Evangelio de Lucas ha transmitido a nosotros y que, desde la primera palabra
latina, que se llama Magnificat. Es un canto de alabanza a Dios, que hace cosas
grandes a través de personas humildes, desconocidas para el mundo, como la
misma María, como su esposo José, y también como el lugar donde viven, Nazaret.
Las cosas grandes que Dios ha hecho con las personas humildes, las cosas
grandes que el Señor hace en el mundo con los humildes, porque la humildad es
como un espacio que deja sitio para Dios. El hombre humilde es poderoso porque
es humilde: No porque es fuerte. Y esta es la grandeza del humilde y de la
humildad.
El
Magníficat canta al Dios misericordioso y fiel, que cumple su plan de salvación
con los más pequeños y los pobres, con los que tienen fe en Él, que confían en
su Palabra, como María. Esta es la exclamación de Isabel: “Bienaventurados los
que han creído” (Lc 1,45). En esa casa, la venida de Jesús a través de María ha
creado no solo un ambiente de alegría y de comunión fraterna, también un
ambiente de fe que lleva a la esperanza, a la oración, a la alabanza.
Todo esto nos gustaría que
sucediera hoy en día en nuestros hogares. Celebrando la fiesta de Santa María
de la Asunción, nos gustaría que, una vez más, trajese a nosotros, a nuestras
familias, a nuestras comunidades, ese don inmenso, la única gracia que hay que
pedir siempre antes y por encima de las otras gracias que pedimos: ¡la gracia
que es Jesucristo!
Trayendo a Jesús, María nos
trae también una nueva alegría, llena de significado; que trae una nueva
capacidad de superar con fe los momentos más dolorosos y difíciles; esto nos
trae la capacidad de misericordia, de perdonarnos, de comprendernos, de
sostenernos unos a otros.
María es un modelo de virtud y
fe. Al contemplarla hoy en el Cielo, al final de su camino en la tierra, la
agradecemos porque siempre nos precede en la peregrinación de la vida y de la
fe – es la primera discípula-. Y le pedimos que nos custodie y nos sostenga;
que podamos tener una fe fuerte, alegre y misericordiosa; que nos ayude a ser
santos, para encontrarnos con Ella, un día, en el Paraíso.
María, Reina de la paz, que hoy
contemplamos en la gloria celestial, te confiamos una vez más las angustias y
dolores de las poblaciones que en tantas partes del mundo están sufriendo
debido a los desastres naturales, tensiones sociales o conflictos. ¡Que nuestra
Madre celestial nos de a todos consuelo y un futuro de serenidad y de concordia!
*Angelus del 15 agosto 2017