La
seducción que María ejerce en la historia humana es el gran recurso de Dios
para atraernos hacia Ël. María no es punto de llegada, es señal, icono,
compañera de camino, que nos deja en brazos de nuestro Dios Padre-Madre.
La
misteriosa presencia de María nos hace experimentar la dimensión materna de
Dios. María no suplanta a Dios, pero sí es referencia a esa dimensión de lo
divino que casi nunca nos atrevemos a expresar: que nuestro Dios es Padre y
Madre.
En
cuanto colaboradora del Espiritu Santo, Maria es una señal clara de
discernimiento. Ella es la
Inmaculada , la victoriosa, con ella no convive el espiritu
del mal, ella es la que con su Hijo aplasta la cabeza del Maligno, como la
mujer apocalíptica a quien el dragón es incapaz de vencer. María es refugio
contra las adversidades del mal, luchadora contra los malos espiritus por la
mutua inmanencia que existe entre María y el Espiritu Santo.
Maria
nos enseña que es posible concebir por obra del Espiritu. Hemos de redescubrir
la maternidad de la Iglesia
y su capacidad para ser “casa de todos y madre de todos los pueblos”. La
maternidad y paternidad espiritual es el modo de dar continuidad a la
maternidad de María en el calvario, cuando Jesús derramó el Espiritu.
Lo
importante no es lo que nosotros hacemos, sino lo que el Espíritu puede
realizar a través de nosotros. Así la misión es hoy una tarea espiritual: la
evocación de Maria en la misión evangelizadora nos lleva al compromiso por
hacer que llegue el Reino de Dios y sean vencidas las bestias que deshumanizan
y destruyen al ser humano. Cuando el Espíritu nos visita en y con María llega
la “bendición” a los seres humanos y, con ella, la Promesa.