Resumen de la catequesis del
Papa Francisco: (13 noviembre 2024)
Reflexionemos
sobre la Virgen María y el Espíritu Santo, destacando la “piedad mariana” como
modelo de santificación.
La Madre de Dios es un instrumento del
Espíritu Santo para llevarnos a su Hijo, por eso decimos tradicionalmente: “A
Jesús por María”. Su vida es un ejemplo para nosotros, para que sepamos decir
“sí” a Dios como ella, con confianza y generosidad.
María tiene una relación única con la
Santísima Trinidad: es hija de Dios Padre, madre de Dios Hijo y esposa del
Espíritu Santo. Como en el día de Pentecostés, ella acompaña a la y le muestra
el camino hacia su Hijo.
Pidamos a María, templo y sagrario del Espíritu Santo, que nos enseñe a ser dóciles a las inspiraciones de Dios, sobre todo cuando su Espíritu de amor nos urge a hacer el bien a los hermanos y hermanas que más lo necesitan.
Texto íntegro:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre los diversos medios con los que el Espíritu Santo lleva a cabo su
obra de santificación en la Iglesia - Palabra de Dios, Sacramentos, oración -
hay uno especial, y es la piedad mariana. En la tradición católica
existe este lema, este dicho: «Ad Iesum per Mariam», es decir, «a Jesús
por María». La Virgen nos muestra a Jesús. Ella nos abre las puertas, ¡siempre!
La Virgen es la madre que nos lleva de la mano a Jesús. La Virgen nunca se
señala a sí misma, la Virgen señala a Jesús. Y esto es la piedad mariana: a Jesús
a través de las manos de la Virgen.
San Pablo define la comunidad
cristiana como una «carta de Cristo redactada por nuestro ministerio, escrita
no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino
en tablas de corazones de carne» (2 Cor 3,3). María, como primera
discípula y figura de la Iglesia, es igualmente una carta escrita con el
Espíritu del Dios vivo. Precisamente por eso, ella puede ser «conocida y leída
por todos los seres humanos» (2Cor 3,2), incluso por aquellos que
no saben leer libros de teología, por esos «pequeños» a los que Jesús dice que
se les revelan los misterios del Reino, ocultos a los sabios (cf. Mt 11,25).
Al decir su « sí» -
cuando María acepta y dice al ángel: «sí, hágase la voluntad del Señor» y
acepta ser la madre de Jesús – es como si María dijera a Dios: «Aquí estoy, soy
una tablilla para escribir: que el Escritor escriba lo que quiera, que haga lo
que quiera conmigo el Señor de todas las cosas» [1]. En aquella época, la gente solía
escribir en tablillas enceradas; hoy diríamos que María se ofrece como una
página en blanco en la que el Señor puede escribir lo que quiera. El «sí» de
María al ángel -como escribió un conocido exégeta- representa «el ápice de todo
comportamiento religioso ante Dios, ya que ella expresa, de la manera más
elevada, la disponibilidad pasiva combinada con la disponibilidad activa, el
vacío más profundo que acompaña a la mayor plenitud» [2].
He aquí, pues, cómo la Madre de
Dios es un instrumento del Espíritu Santo en su obra de santificación. En medio
de la interminable profusión de palabras dichas y escritas sobre Dios, la
Iglesia y la santidad (que muy pocos o nadie son capaces de leer y comprender
en su totalidad), ella sugiere sólo dos palabras que todos, incluso los más
sencillos, pueden pronunciar en cualquier ocasión: «Aquí estoy» y «fiat».
María es la que dijo «sí» al Señor, y con su ejemplo y su intercesión nos anima
a decirle también nuestro «sí» cada vez que nos encontremos ante una obediencia
que actuar o una prueba que superar.
En todas las épocas de su
historia, pero especialmente en este momento, la Iglesia se encuentra en la
misma situación en la que estaba la comunidad cristiana tras la Ascensión de
Jesús a los cielos. Tiene que predicar el Evangelio a todas las naciones, pero
está esperando la «potencia de lo alto» para poder hacerlo. Y no olvidemos que,
en aquel momento, como leemos en los Hechos de los Apóstoles, los discípulos
estaban reunidos en torno a «María, la madre de Jesús» (Hechos 1,14).
Es cierto que también había
otras mujeres con ella en el cenáculo, pero su presencia es diferente y única
entre todas. Entre ella y el Espíritu Santo existe un vínculo único y
eternamente indestructible, que es la persona misma de Cristo, «concebido por obra
y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen», como recitamos en
el Credo. El evangelista Lucas subraya intencionadamente la
correspondencia entre la venida del Espíritu Santo sobre María en la
Anunciación y su venida sobre los discípulos en Pentecostés, utilizando algunas
expresiones idénticas en ambos casos.
San Francisco de Asís, en una
de sus oraciones, saluda a la Virgen como «hija y sierva del altísimo Rey y
Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del
Espíritu Santo» [3]. ¡Hija del Padre, Madre del Hijo, Esposa
del Espíritu Santo! No se podía ilustrar con palabras más sencillas la relación
única de María con la Trinidad.
Como todas las imágenes,
también ésta de “esposa del Espíritu Santo” no debe absolutizarse, sino tomarse
por la parte de verdad que contiene, y es una verdad muy hermosa. Ella es la
esposa, pero es, antes que eso, la discípula del Espíritu Santo. Esposa y
discípula. Aprendamos de ella a ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu,
sobre todo cuando nos sugiere que «nos levantemos con prontitud» y vayamos a
ayudar a alguien que nos necesita, como hizo ella inmediatamente después de que
el ángel la dejara (Lc 1,39).
[1] Comentario
al Evangelio de Lucas, fragm. 18 (GCS 49, p. 227).
[2] H.
Schürmann, Das Lukasevangelium, Friburgo en Br. 1968: trad. ital.
Brescia 1983, 154.
[3] Fonti
Francescane, Asís 1986, n. 281.
https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2024/documents/20241113-udienza-generale.html