María
es concebida sin pecado original, para que nosotros fuéramos arrancados de la
miseria del pecado y alcanzáramos la santidad que es nuestra verdadera vocación
y destino. … La inmaculada Concepción está en función de la dispensación de la
misericordia de Dios que no abandona el hombre bajo el dominio del demonio, del
pecado y de la muerte y que quiere reconducirlo a su designio original.
María,
en definitiva, por su inmaculada Concepción, se convierte así en Madre y fuente
de la Misericordia. Pablo VI lo dijo bellamente en la exhortación apostólica
Marialis Cultus: “El Padre la amó para sí, la amó para nosotros”. María es la
única persona humana objeto del amor de Dios en su expresión más primigenia. En
Ella el Mal nunca halló nada suyo. Podríamos decir que Ella fue perfectamente
amada y nunca “misericordeada”, utilizando un neologismo muy querido por el
Papa Francisco.
San Juan Pablo II, en su célebre y digna de ser releída
encíclica “Dives in misericordia” explica muy bien la diferencia entre “amor” y
“misericordia”. Antes del pecado original, la benevolencia de Dios hacia el
hombre es sólo “amor”. No puede haber misericordia porque todavía no hay
miseria y no olvidemos que la miseria mayor y fuente de todas las demás es el
pecado. Cuando el hombre peca, pierde la gracia divina, se encuentra en una
situación de extrema miseria, pero Dios le sigue amando, a pesar de su pecado e
infidelidad. En el famoso fragmento de Gn 3, 15, el llamado proto-evangelio o
primer anuncio de la salvación, y donde la Iglesia siempre ha reconocido la
figura de la Virgen Inmaculada en la mujer que aplasta la cabeza de la
serpiente, podemos decir que se inaugura el tiempo de la Divina Misericordia,
tiempo que perdurará hasta la consumación de los siglos. En la comunidad
celeste y definitiva de los bienaventurados ya no habrá misericordia, sino sólo
amor puro pues ya nos habrá miseria.
La Virgen Inmaculada aparece así asociada a la irrupción
definitiva en el mundo de la Divina Misericordia y a la dispensación de la
misma a lo largo de todo el tiempo de la Iglesia. María es Madre Inmaculada de
la Divina Misericordia pues Cristo sólo podía ser recibido en el mundo por
alguien limpio de todo pecado y María Inmaculada es fuente de la Divina
Misericordia porque la dispensación de la gracia que regenera del pecado esta
mediada por la Iglesia cuya personificación y realización más perfecta es María
en persona.
Un año santo extraordinario de la Misericordia, por lo que hemos
visto, sólo puede vivirse desde una perspectiva mariana. Eso sí, María siempre
unida a Cristo y operante por la fuerza del Espíritu Santo por designio del
Padre. Es significativo el famoso sueño que tuvo Don Bosco sobre el combate
arduo de la Iglesia y donde la victoria se sustenta en dos poderosas columnas
indisolublemente unidas: La Eucaristía y la Inmaculada, es decir, Cristo
y María, que en palabras de Pablo VI en el famoso “Credo del Pueblo de Dios”,
“están unidos de manera indisoluble por designio de Dios en los misterios de la
Encarnación y de la Redención”. Y yo explicitaría: de la redención objetiva de
todo el género humano y de la redención subjetiva de toda persona que acepta
ser salvada.
Que la Virgen Inmaculada nos ayude a vivir este año santo
extraordinario haciéndonos acoger la Misericordia de Dios en nuestras vidas y
convirtiéndonos en apóstoles de esta Misericordia que el mundo necesita más que
el aire que respiramos. Una vivencia auténtica y, por tanto, mariana del evento
del año santo de la Misericordia nos debe conducir inexorablemente a la
permanente conversión de vida hacia la santidad recuperando la normalidad en la
recepción válida del sacramento de la Penitencia y en la recepción fructuosa de
la Sagrada Comunión. Todo lo demás se nos dará por añadidura.
Dr. Juan Antonio Mateo García, Pbro.
Sociedad Mariológica Española